Machismo clerical
Publicado: Dom Nov 30, 2008 11:55 am
Mirad lo que he encontrado en este foro:http://escueladealicia.noadforum.com/vi ... p?f=2&t=18.Da verdaderas náuseas:
A continuación, reproduzco un artículo misteriosamente suprimido (oficialmente "por repetitivo") de la revista Chesterton (nov 07):
La socialización escolar de los infantes
En el artículo precedente empezábamos a cuestionarnos el mito de que la escuela socializa al niño. El tema daría como para un tratado completo sobre la erradicación del sentido crítico en nuestra época.
Sin asomo de duda atribuyo en gran medida mi actual felicidad a mi providencial y relativamente tardía escolarización: para cuando caí -con seis años- en las pedagógicas manos de los claretianos, éstos ya no pudieron hacer nada por socializarme. Ni por socializarme, ni por arrebatarme la fe católica, aunque doy fe de que a ambas cosas se dedicaron con un tesón digno de mejor causa: sin ir más lejos la de cumplir con sus votos. ¡Bendito sea Dios por haberme dado una madre católica que trabajaba... en sus labores!
Los “jardines de infancia” o las llamadas escuelas infantiles se originaron como un remiendo al tejido social que se resquebrajaba por la forzada incorporación de las madres al mercado laboral. Nacieron como guarderías, es decir, como lugares en los que depositar a los infantes porque las madres se veían obligadas por un sistema social perverso a abandonar sus hogares en busca de una contribución monetaria a la subsistencia familiar. Ése es el prosaico origen de estas instituciones de nombres eufemísticos. A nadie se le daba un bledo si las guarderías socializaban o no, pues se trataba de un mal necesario, no de algo buscado por sí mismo. Durante decenios, las madres que pudieron se sustrajeron a la atracción del “mundo laboral”, con el feliz resultado de que gran parte de los hijos de aquellas generaciones recibieron el benéfico influjo materno en los primeros y cruciales años de sus vidas. Hace años que la mayoría de las esposas y madres engrosa el mercado laboral, y así, lo que nació como medida residual y supletoria ha venido a convertirse en norma: la gran mayoría de los infantes ocupan plaza en alguna de esas estabularias instituciones, y no pocos lo hacen siendo renacuajos de pocos meses.
La conseja de la propaganda totalitaria dice que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. La mentira no se vuelve jamás verdad, pero a base de insistir se vuelve persuasiva. Ahora resulta que hemos llegado a interiorizar hasta tal punto la consigna de que la escuela (¡y particularmente la infantil, la guardería!) es harto conveniente porque socializa al niño, que se ha llegado a creer la necesaria conclusión: “Es mejor que lleves al niño a la escuela infantil, porque si no, no socializará”.
Ya vimos que esa preocupación porque los niños socialicen es un miedo irreflexivo, un hacer de la necesidad virtud, insistimos en que los niños nacen sociables y que lo que necesitan es un entorno favorable y virtuoso para desarrollar y vigorizar esa saludable tendencia, que no es otra cosa que la tendencia a lograr su fin propio y su felicidad.
Lo curioso es cómo un parche (generado por una sociedad tan enferma que no ve otra solución para progresar que deportar a la esposa de su hogar) ha llegado a reinventarse a sí mismo, de modo que lo que fue un paliativo a un mal se nos aparece ahora como un bien deseable en sí mismo. No sólo eso, sino que la situación originalmente buena –el pacífico desarrollo del niño a las faldas de su madre– se nos presenta como un atentado al futuro del niño.
La batalla de la educación es ante todo la batalla de la recuperación del sentido común, del buen sentido.
Puede que por socializar se entienda aprender a defender el propio territorio con mordiscos y patadas en un ambiente en que el niño no es más que uno más, o quizás socialización quiera decir progresiva adquisición de enfermedades en un ambiente mefítico en el que los niños se contagian todo el vademécum de un galeno, más los piojos, liendres y demás parásitos asquerosos que transitan en procesión de un crío al otro. El resultado, además, es que en cuanto el niño da síntomas de escarlatina o de paperas, se le veta el acceso al recinto “educativo” y es repatriado a su casa, hasta que exhiba una salud envidiable. Las madres, inamovibles de su puesto de trabajo ven con terror cómo su niño les es devuelto por aquellos a quienes les confió su socialización y procuran persuadir a los encargados de los centros de que su niño está sano como una manzana... con lo que el ciclo infernal de los contagios no puede tener fin.
Bueno, más adelante nos enfrentaremos a fondo con la inexistente socialización en la escuela obligatoria, a partir de los seis años.
Y esperad,que hay más,esperad que lo reúna.
A continuación, reproduzco un artículo misteriosamente suprimido (oficialmente "por repetitivo") de la revista Chesterton (nov 07):
La socialización escolar de los infantes
En el artículo precedente empezábamos a cuestionarnos el mito de que la escuela socializa al niño. El tema daría como para un tratado completo sobre la erradicación del sentido crítico en nuestra época.
Sin asomo de duda atribuyo en gran medida mi actual felicidad a mi providencial y relativamente tardía escolarización: para cuando caí -con seis años- en las pedagógicas manos de los claretianos, éstos ya no pudieron hacer nada por socializarme. Ni por socializarme, ni por arrebatarme la fe católica, aunque doy fe de que a ambas cosas se dedicaron con un tesón digno de mejor causa: sin ir más lejos la de cumplir con sus votos. ¡Bendito sea Dios por haberme dado una madre católica que trabajaba... en sus labores!
Los “jardines de infancia” o las llamadas escuelas infantiles se originaron como un remiendo al tejido social que se resquebrajaba por la forzada incorporación de las madres al mercado laboral. Nacieron como guarderías, es decir, como lugares en los que depositar a los infantes porque las madres se veían obligadas por un sistema social perverso a abandonar sus hogares en busca de una contribución monetaria a la subsistencia familiar. Ése es el prosaico origen de estas instituciones de nombres eufemísticos. A nadie se le daba un bledo si las guarderías socializaban o no, pues se trataba de un mal necesario, no de algo buscado por sí mismo. Durante decenios, las madres que pudieron se sustrajeron a la atracción del “mundo laboral”, con el feliz resultado de que gran parte de los hijos de aquellas generaciones recibieron el benéfico influjo materno en los primeros y cruciales años de sus vidas. Hace años que la mayoría de las esposas y madres engrosa el mercado laboral, y así, lo que nació como medida residual y supletoria ha venido a convertirse en norma: la gran mayoría de los infantes ocupan plaza en alguna de esas estabularias instituciones, y no pocos lo hacen siendo renacuajos de pocos meses.
La conseja de la propaganda totalitaria dice que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad. La mentira no se vuelve jamás verdad, pero a base de insistir se vuelve persuasiva. Ahora resulta que hemos llegado a interiorizar hasta tal punto la consigna de que la escuela (¡y particularmente la infantil, la guardería!) es harto conveniente porque socializa al niño, que se ha llegado a creer la necesaria conclusión: “Es mejor que lleves al niño a la escuela infantil, porque si no, no socializará”.
Ya vimos que esa preocupación porque los niños socialicen es un miedo irreflexivo, un hacer de la necesidad virtud, insistimos en que los niños nacen sociables y que lo que necesitan es un entorno favorable y virtuoso para desarrollar y vigorizar esa saludable tendencia, que no es otra cosa que la tendencia a lograr su fin propio y su felicidad.
Lo curioso es cómo un parche (generado por una sociedad tan enferma que no ve otra solución para progresar que deportar a la esposa de su hogar) ha llegado a reinventarse a sí mismo, de modo que lo que fue un paliativo a un mal se nos aparece ahora como un bien deseable en sí mismo. No sólo eso, sino que la situación originalmente buena –el pacífico desarrollo del niño a las faldas de su madre– se nos presenta como un atentado al futuro del niño.
La batalla de la educación es ante todo la batalla de la recuperación del sentido común, del buen sentido.
Puede que por socializar se entienda aprender a defender el propio territorio con mordiscos y patadas en un ambiente en que el niño no es más que uno más, o quizás socialización quiera decir progresiva adquisición de enfermedades en un ambiente mefítico en el que los niños se contagian todo el vademécum de un galeno, más los piojos, liendres y demás parásitos asquerosos que transitan en procesión de un crío al otro. El resultado, además, es que en cuanto el niño da síntomas de escarlatina o de paperas, se le veta el acceso al recinto “educativo” y es repatriado a su casa, hasta que exhiba una salud envidiable. Las madres, inamovibles de su puesto de trabajo ven con terror cómo su niño les es devuelto por aquellos a quienes les confió su socialización y procuran persuadir a los encargados de los centros de que su niño está sano como una manzana... con lo que el ciclo infernal de los contagios no puede tener fin.
Bueno, más adelante nos enfrentaremos a fondo con la inexistente socialización en la escuela obligatoria, a partir de los seis años.
Y esperad,que hay más,esperad que lo reúna.