La vida y la muerte
Publicado: Sab Abr 11, 2009 5:23 pm
Después de haberse cerrado el tema sobre el aborto, en el que todavía tenía muchas cosas que decir, intentaré exponer una cuestión de suma importancia que afecta no sólo al aborto, sino a la eutanasia, al suicidio, a la pena de muerte y, en definitiva, a todos aquellos temas en los que interviene la muerte.
No sé si el lector se ha planteado alguna vez seriamente la absurdidad de los conceptos que la sociedad tiene acerca tanto de la vida como de la muerte. Y no es una cuestión baladí, sino todo lo contrario. De dichos conceptos dependen gran cantidad de hechos que podemos considerar morales o inmorales.
No voy a preguntar qué es la vida, sino en qué consiste vivir. Y vivir es, simplemente, una sucesión de vivencias y experiencias a partir del hecho de tener un sistema nervioso y una conciencia psíquica que nos permite experimentar distintas sensaciones que pueden ir desde las más placenteras a las más dolorosas. ¿Es importante vivir? No, en absoluto. Fijaos que esa pregunta se hace desde la perspectiva de la inexistencia, esto es, desde la situación de la inexistencia. Si se responde que es importante vivir se afirma, implícitamente, que vivir es importante antes de nacer, algo que es completamente irracional. Entonces, lo único que puede tener algo de sentido es contestar afirmativamente a la importancia de la vida, pero desde la perspectiva del que ya existe. Pero dicha importancia no responde a una realidad objetiva, sino que es fruto del instinto de supervivencia aderezado de los múltiples factores culturales y de los prejuicios heredados a través de miles de años.
Efectivamente, el instinto de supervivencia en el hombre hace que éste tenga miedo a morir convirtiéndose –por ley de contraste- en un apego desmesurado a la vida. El deseo de vivir no es tanto un deseo real, sino un rechazo a la muerte. Y ese hecho ha ido consolidándose y transformándose paulatinamente en una obligación de vivir; una obligación cuya máxima expresión queda reflejada en la propiedad de la vida por parte de Dios. Así, la Iglesia manifiesta la inmoralidad tanto del aborto, de la eutanasia o del suicidio aduciendo que sólo Dios puede disponer de nuestras vidas.
No voy a hacer comentarios innecesarios acerca de esa estupidez, pero sí quiero hacer hincapié en el hecho de que incluso muchos increyentes valoran la vida de forma desmesurada porque, incluso ellos, no han podido sustraerse al enorme influjo que ejerce el miedo a la muerte.
Una vez que se existe, uno se ve inmerso en una corriente impulsiva que le obliga a ver la vida como un don maravilloso y el mejor regalo que la naturaleza le ha hecho. Nada más lejos de la realidad. La vida no puede ser algo ni bueno ni malo a priori, como tampoco lo puede ser la muerte. No se puede valorar la capacidad de experimentar dolor o placer, sino que tan sólo se puede valorar la felicidad, el placer o el bienestar a partir de la existencia. No creo que una piedra pudiera ser beneficiada por el hecho de dotarle de un sistema nervioso que le permitiera experimentar dolor o placer tal como sucede en todos los animales. En cambio, desde el momento en que sí se tiene dicha capacidad, es muy importante experimentar al máximo todas aquellas sensaciones placenteras tanto físicas como psíquicas, pero dicha necesidad surge a partir de la existencia, no antes.
De todo ello se desprende que la importancia de la vida no puede tener una aplicación consistente con la realidad, sino que es una imprecisión del lenguaje que se hace desde la ignorancia de los hechos y aplicando atributos impropios tanto a la vida como a la muerte.
La muerte no puede ser un hecho negativo desde el momento en que el fin de la conciencia impide –por su propia definición- ser conscientes tanto de lo bueno como de lo malo. La muerte es un hecho inocuo, inofensivo e indiferente para quien la sufra produciendo algún tipo de perjuicio psíquico tan sólo en los familiares o allegados que son los pueden llorar la muerte de un ser querido.
Por todo ello, las distintas leyes que se refieren a la vida y a la muerte están, también, impregnadas de esas inconsistencias lingüísticas a tenor de los prejuicios heredados por tradición, impidiendo una objetividad que sería de desear en toda sociedad moderna en la que hayan desaparecido la superstición y el prejuicio irracional. Unas leyes, que de ser racionales, deberían proteger el derecho a la muerte mucho antes que el derecho a la vida, así como, también, la eutanasia y el aborto.
La vida no puede ser un fin en sí misma, sino un medio para la obtención de la felicidad. La vida, por tanto, no puede tener la más mínima importancia si no está dirigida a la obtención de una calidad de vida y de un bienestar. Vivir por vivir es una estupidez que sólo puede ser validada desde la irracional postura de creencias religiosas que convierten la vida en un fin. Por todo ello, resulta un eufemismo escandaloso el apropiarse del eslogan “pro vida” por parte de los antiabortistas o antieutanasia. No se está contra la vida si se está a favor del aborto o del suicidio o de la eutanasia, sino que se está a favor de una calidad de vida que es impedida desde los escrúpulos religiosos que entregan la dignidad del hombre poniéndola en manos de una quimera inventada por él mismo y a quien le atribuyen una voluntad caprichosa.
Ni sí, ni no a la vida. Simplemente, sí al bienestar. Sí a la dignidad humana; y sí a la libertad de conciencia.
No sé si el lector se ha planteado alguna vez seriamente la absurdidad de los conceptos que la sociedad tiene acerca tanto de la vida como de la muerte. Y no es una cuestión baladí, sino todo lo contrario. De dichos conceptos dependen gran cantidad de hechos que podemos considerar morales o inmorales.
No voy a preguntar qué es la vida, sino en qué consiste vivir. Y vivir es, simplemente, una sucesión de vivencias y experiencias a partir del hecho de tener un sistema nervioso y una conciencia psíquica que nos permite experimentar distintas sensaciones que pueden ir desde las más placenteras a las más dolorosas. ¿Es importante vivir? No, en absoluto. Fijaos que esa pregunta se hace desde la perspectiva de la inexistencia, esto es, desde la situación de la inexistencia. Si se responde que es importante vivir se afirma, implícitamente, que vivir es importante antes de nacer, algo que es completamente irracional. Entonces, lo único que puede tener algo de sentido es contestar afirmativamente a la importancia de la vida, pero desde la perspectiva del que ya existe. Pero dicha importancia no responde a una realidad objetiva, sino que es fruto del instinto de supervivencia aderezado de los múltiples factores culturales y de los prejuicios heredados a través de miles de años.
Efectivamente, el instinto de supervivencia en el hombre hace que éste tenga miedo a morir convirtiéndose –por ley de contraste- en un apego desmesurado a la vida. El deseo de vivir no es tanto un deseo real, sino un rechazo a la muerte. Y ese hecho ha ido consolidándose y transformándose paulatinamente en una obligación de vivir; una obligación cuya máxima expresión queda reflejada en la propiedad de la vida por parte de Dios. Así, la Iglesia manifiesta la inmoralidad tanto del aborto, de la eutanasia o del suicidio aduciendo que sólo Dios puede disponer de nuestras vidas.
No voy a hacer comentarios innecesarios acerca de esa estupidez, pero sí quiero hacer hincapié en el hecho de que incluso muchos increyentes valoran la vida de forma desmesurada porque, incluso ellos, no han podido sustraerse al enorme influjo que ejerce el miedo a la muerte.
Una vez que se existe, uno se ve inmerso en una corriente impulsiva que le obliga a ver la vida como un don maravilloso y el mejor regalo que la naturaleza le ha hecho. Nada más lejos de la realidad. La vida no puede ser algo ni bueno ni malo a priori, como tampoco lo puede ser la muerte. No se puede valorar la capacidad de experimentar dolor o placer, sino que tan sólo se puede valorar la felicidad, el placer o el bienestar a partir de la existencia. No creo que una piedra pudiera ser beneficiada por el hecho de dotarle de un sistema nervioso que le permitiera experimentar dolor o placer tal como sucede en todos los animales. En cambio, desde el momento en que sí se tiene dicha capacidad, es muy importante experimentar al máximo todas aquellas sensaciones placenteras tanto físicas como psíquicas, pero dicha necesidad surge a partir de la existencia, no antes.
De todo ello se desprende que la importancia de la vida no puede tener una aplicación consistente con la realidad, sino que es una imprecisión del lenguaje que se hace desde la ignorancia de los hechos y aplicando atributos impropios tanto a la vida como a la muerte.
La muerte no puede ser un hecho negativo desde el momento en que el fin de la conciencia impide –por su propia definición- ser conscientes tanto de lo bueno como de lo malo. La muerte es un hecho inocuo, inofensivo e indiferente para quien la sufra produciendo algún tipo de perjuicio psíquico tan sólo en los familiares o allegados que son los pueden llorar la muerte de un ser querido.
Por todo ello, las distintas leyes que se refieren a la vida y a la muerte están, también, impregnadas de esas inconsistencias lingüísticas a tenor de los prejuicios heredados por tradición, impidiendo una objetividad que sería de desear en toda sociedad moderna en la que hayan desaparecido la superstición y el prejuicio irracional. Unas leyes, que de ser racionales, deberían proteger el derecho a la muerte mucho antes que el derecho a la vida, así como, también, la eutanasia y el aborto.
La vida no puede ser un fin en sí misma, sino un medio para la obtención de la felicidad. La vida, por tanto, no puede tener la más mínima importancia si no está dirigida a la obtención de una calidad de vida y de un bienestar. Vivir por vivir es una estupidez que sólo puede ser validada desde la irracional postura de creencias religiosas que convierten la vida en un fin. Por todo ello, resulta un eufemismo escandaloso el apropiarse del eslogan “pro vida” por parte de los antiabortistas o antieutanasia. No se está contra la vida si se está a favor del aborto o del suicidio o de la eutanasia, sino que se está a favor de una calidad de vida que es impedida desde los escrúpulos religiosos que entregan la dignidad del hombre poniéndola en manos de una quimera inventada por él mismo y a quien le atribuyen una voluntad caprichosa.
Ni sí, ni no a la vida. Simplemente, sí al bienestar. Sí a la dignidad humana; y sí a la libertad de conciencia.