Que aproveche, compañeros
Cuatro tópicos pseudocientíficos
Por Gerardo García-Trío San Martín
Una característica de la pseudociencia es su ambigüedad con respecto a la verdadera ciencia: por un lado, la imita tomando prestado su prestigio, por otro, la ataca recurriendo siempre a los mismos tópicos cuando ésta señala sus disparates. La ciencia resulta infalible o mentirosa según la conveniencia de los pseudocientíficos. En mis conversaciones y lecturas me he encontrado cientos de veces con estos argumentos falaces en contra de la ciencia. Como un ejercicio de gimnasia mental y creyendo que el resultado sería interesante, me he dedicado a reunirlos y refutarlos. Probablemente, reconocerás más de uno.
ARGUMENTO 1º: Antiguas teorías científicas que eran aceptadas resultaron estar equivocadas y fueron negadas por los nuevos descubrimientos: se creía que la Tierra era plana y resultó ser redonda; se creía que la Tierra era el centro de nuestro sistema planetario y resultó serlo el Sol; la física de Newton fue superada por Einstein. Asimismo, teorías que al surgir fueron rechazadas, igual que ahora lo es la llamada pseudociencia, acabaron reconociéndose: Galileo, Servet, Darwin, Mendeleiev… Todo esto implica que el actual conocimiento científico puede ser totalmente erróneo y necesitar un cambio de paradigma.
RESPUESTA: En primer lugar, cuando he oído o leído tales argumentos, a veces, los ejemplos no eran válidos por haberse extraído de una época en la que no podemos hablar de ciencia moderna. La ciencia basada en un estudio matemático y empírico de la naturaleza empieza a nacer realmente sobre el siglo XVII con la innovación de Galileo de introducir los experimentos planificados en el método inductivo deductivo. No estaremos siendo exactos ni justos si para atacar a la ciencia moderna o experimental empleamos un argumento como el de la Tierra plana, ya que no pertenece realmente a su historia sino a la más general de la ciencia humana, que abarca los intentos de muchas culturas -incluso las prehistóricas- por conseguir un sistema de conocimiento.
Pero centrémonos ya sólo en la ciencia moderna: afirmar que las nuevas teorías invalidan a las antiguas puede ser también impreciso. Es evidente que la ciencia avanza y que el saber humano se amplía constantemente; pero cuando surge una revolución en la ciencia no es que se haga exactamente borrón y cuenta nueva; el proceso es más bien una integración de lo viejo en lo nuevo, una absorción o un perfeccionamiento: las viejas teorías pueden ser integradas en las nuevas como casos límite (situaciones especiales en las que la obsoleta ley mantiene su utilidad) o tener partes que no quedan totalmente desfasadas. Cuando el modelo planetario geocéntrico fue sustituido por el heliocentrismo, el sistema de órbitas alrededor de un cuerpo central, que había sido un gran avance en la comprensión del funcionamiento celeste, permaneció vigente en la nueva explicación. Del mismo modo, no podemos afirmar que la revolución de Einstein en la física haya invalidado a Newton: la teoría de la relatividad nos descubre un nuevo comportamiento del universo a velocidades cercanas a la de la luz, así como los efectos en el espacio-tiempo de los campos gravitatorios intensos; pero en realidad sus implicaciones son despreciables en nuestra experiencia cercana, por lo que seguimos usando la física de Newton, a pesar de su antigüedad, en la vida cotidiana.
Esta evolución continua de la ciencia es totalmente normal y recomendable, y no supone un defecto, sino el progreso, como podemos comprobar si recordamos las unificaciones que se dieron en la historia de la física: Newton, con su teoría de la gravitación universal, identificó como una misma fuerza la que atraía los objetos hacia la Tierra y la que gobernaba los astros del firmamento; también se creía que electricidad y magnetismo eran dos fenómenos sin relación, pero se descubrió que eran dos caras de la misma moneda: el electromagnetismo. Muchos científicos piensan que la física tiende a la unificación: la explicación, mediante una gran Teoría del Todo, de las cuatro fuerzas fundamentales que requieren ahora teorías independientes: la gravitación, el electromagnetismo y las interacciones nucleares débil y fuerte. La mejor candidata a Teoría del Todo por ahora (si no se ha quedado ya obsoleta) es la teoría de supercuerdas.
En cuanto al pretencioso argumento de los pseudocientíficos de equiparar sus divagaciones a teorías geniales que no fueron aceptadas inicialmente, como las de Darwin o Mendeleiev (a los pobres y mal traídos Galileo y Servet los dejaremos fuera, ya que los ataques conservadores los recibieron de la Iglesia y no de los científicos), no olvidemos que estas ideas se referían, aunque de forma revolucionaria, a realidades palpables: el movimiento planetario, la circulación sanguínea, la evolución de las especies, el comportamiento químico de los elementos… y no, como la pseudociencia, a sucesos “escurridizos” imposibles de comprobar: el espíritu, los poderes mentales, las energías vitales o las visitas extraterrestres. Además, no sólo estos científicos innovadores vieron reconocidas sus teorías en poco tiempo (normalmente en vida) frente al más de un siglo que llevan dejándose oír casi todas las leyendas pseudocientíficas, sino que la mayoría de las hipótesis que sufren un rechazo unánime de los estudiosos se quedan en el camino como intentos fallidos, creencias injustificadas o incluso fraudes, lo que es probablemente el futuro de la pseudociencia.
La ciencia intenta explicar la realidad y ésta es siempre la que tiene la última palabra, es un conocimiento cada vez más detallado y profundo de la realidad lo que desemboca en un adelanto o en un cambio de paradigma. No podemos decir que nuestro saber actual sea erróneo porque tengamos la certeza de que algún día será mayor; es una equivocación justificarse así para reclamar cambios en las teorías sin sustentarlos con evidencias o creer en sucesos maravillosos que la realidad desmiente, confiando en que la ciencia pueda hallarlos en un futuro.
ARGUMENTO 2º: La ciencia no es más que otro tipo de creencia. Todas las personas necesitan sentirse seguras tras una explicación para la vida y el universo. Los que escogen creer en la explicación científica están escogiendo en realidad otra forma más de religión: la fe ciega en la ciencia y sus dogmas llamados leyes.
RESPUESTA: Efectivamente, todas las personas nos preguntamos, con mayor o menor interés y preocupación por el tema, sobre el origen de la vida y del cosmos. Es un anhelo del ser humano el responderse a esos interrogantes, y seguramente sea esa curiosidad la que condujo tanto al nacimiento de la religión como al de la ciencia; sin embargo, el hecho de que ciencia y religión puedan tener en común el que las personas recurran a ambas para explicarse la existencia no excluye que tengan también diferencias que las hacen irreconciliables en muchos aspectos. La religión y la ciencia no pueden igualarse como formas de conocimiento.
Una religión es una creencia, una actitud subjetiva que consiste en seguir un determinado enunciado o enunciados, por ejemplo: “Dios existe”. No hay indicios que lleven a tal conclusión y creer en el enunciado es independiente de que el mismo sea verdadero. Un creyente puede buscar miles de razones lógicas que justifiquen y defiendan su creencia; pero nunca podrá demostrarla. La ciencia, sin embargo, contiene enunciados que pueden demostrarse. “El agua hierve a 100 grados centígrados” es un enunciado verdadero, es decir, podemos comprobarlo fácilmente con un termómetro y un puchero. Un enunciado científico, puesto que puede demostrarse, no es una creencia, es saber. Ésta es la diferencia entre creer y saber.
La fe religiosa consiste en creer también en la verdad de ciertos enunciados, los dogmas religiosos, sin pruebas suficientes de que sean ciertos. La fe se tiene por veneración o sumisión a alguien que se considera autoridad, o por sentimiento, por intuición… por razones que son subjetivas y no son válidas para el conocimiento verdadero. Se puede decir que aceptar como ciertas las materias científicas es también una cuestión de fe; pero entonces incurrimos en una falacia ya que estaremos usando otro significado de la palabra “fe”, cuando significa “confianza” y no “conjunto de creencias de una religión”. No podemos considerar que la confianza en la verdad de las enseñanzas científicas sea igual a la fe religiosa. Es evidente que el estudiante científico o el aficionado no van a comprobar uno a uno todos los experimentos de la historia de la ciencia a medida que van aprendiendo (¡Nunca acabarían de estudiar!), sólo reproducirán algunos por su interés y accesibilidad y tendrán que confiar en la verdad de los que no pueden comprobar personalmente; pero la ciencia sí se comprueba a sí misma continuamente: con todos los experimentos pasados que se repiten en investigaciones actuales para ser validados antes de emprender los nuevos; con los que se reproducen para fines académicos y didácticos en todo el mundo en universidades, colegios y museos; con los experimentos avanzados que superan a otros anteriores y que implican con su éxito la corrección de los pasados; con las aplicaciones diarias de hallazgos científicos en nuestra tecnología que son testimonio de su validez, podemos incluso afirmar que sí se comprueban en el presente todos los experimentos de la historia de la ciencia. Su mismo funcionamiento la corrobora.
¿Cuál es entonces la diferencia con una fe religiosa? Las leyes de la ciencia están sustentadas en demostraciones que en su día fueron examinadas por toda la comunidad científica y que podemos repetir para verificarlas, aunque no nos molestemos en hacerlo por confianza en los científicos y su método; los dogmas religiosos, en cambio, como doctrinas atribuidas a un dios y reveladas a los hombres, no son comprobables aunque lo intentemos. La cualidad de comprobable se denomina falsabilidad y es una característica que identifica a las leyes, teorías e hipótesis científicas: un enunciado es falsable si puede ser refutado por la experiencia, es decir, por la realidad. Los enunciados no falsables no son científicos. “El agua hierve a 100 grados centígrados” es un enunciado falsable (sólo hay que acudir a la inapelable realidad del puchero), “Dios existe” es un enunciado no falsable. La ciencia se puede probar, la religión y las creencias no.
ARGUMENTO 3º: La ciencia niega lo que no puede explicar. No se ha demostrado que no existan los fenómenos paranormales y misteriosos; pero, aún así, los dogmáticos y conservadores científicos los rechazan debido a que podrían desestabilizar su cómodo mundo basado en leyes científicas.
RESPUESTA: Muchas veces se exige a los científicos que demuestren la falsedad de la pseudociencia o los fenómenos paranormales, se hace recaer sobre la ciencia la responsabilidad de desmentir los poderes psíquicos del ser humano, la efectividad de la astrología y otras mancias, las manifestaciones fantasmales, las visitas a la Tierra de extraterrestres, la existencia de animales fantásticos, etc. Sin embargo, esto es una interpretación equivocada de la forma en que trabajan los científicos, su tarea no consiste en negar algo, sino en estudiar fenómenos existentes y que se puedan analizar.
La situación que se nos presenta con los supuestos fenómenos paranormales y demás es que nunca ha aparecido una verdadera prueba de su existencia: nadie ha conseguido demostrar que tiene poderes psíquicos; astrología, videntes y mediums fracasan continuamente al intentar adivinar el futuro; no tenemos evidencias de la presencia de fantasmas; nunca se ha encontrado un material extraterrestre ni un animal fantástico o parte de él… Los que defienden la veracidad de estos y otros presuntos misterios no aportan ninguna demostración creíble de los mismos; acerca de este tipo de asuntos sólo tenemos en realidad testimonios personales, historias y silogismos que no tienen más validez científica como pruebas que los cuentos infantiles.
Nos encontramos frente a una falacia que pretende dar la vuelta al problema y pasárselo a la ciencia. No es la tarea pendiente demostrar que tales fenómenos no existen, sino todo lo contrario: hay que demostrar que existen. Y a pesar de toda la palabrería pseudocientífica sobre el tema, nadie ha aportado ni una prueba sólida. Siempre que hubo suficientes datos analizables y se pudo estudiar científicamente alguno de estos aparentes enigmas, acabó apareciendo una explicación normal, un error o, lo que es peor, un fraude. De hecho, demostrar que algo no existe es una imposibilidad lógica: no hay manera (por poner un ejemplo que señala la irracionalidad de este argumento) de negar que Papá Noel existe; aunque conozcamos miles de casos en los que han cogido in fraganti a los padres, siempre quedará un pequeño porcentaje sin datos suficientes para explicarlo. ¿Resulta inteligente atribuirlo a Papá Noel? Lo más parecido que se puede hacer a negar los supuestos paranormales es mostrar que pueden tener una explicación prosaica, reproduciéndolos con trucos que den igual resultado o comparándolos con hechos conocidos, y señalar además que no encajan con teorías que sí se han comprobado experimentalmente; hacer hincapié en que creer en sucesos tan extraordinarios es menos razonable que relegarlos al folclore moderno y la leyenda.
Si los científicos suelen ignorar estos temas no es por dogmatismo o conservadurismo, es porque han perdido el interés por ellos. Si apareciese alguien con pruebas irrefutables sin duda recibiría la atención debida; la historia de la ciencia nos muestra cómo esto sucede continuamente: en la primera mitad del siglo XX, Alfred Wegener presentó al mundo su teoría de la deriva continental, que postulaba unos continentes móviles que habían estado unidos en un pasado lejano formando uno sólo que llamó Pangea. Intentaba explicar el que las costas europeas y africanas del oeste encajasen con tanta exactitud con las americanas del este, así como que esas zonas, mediando un océano y miles de kilómetros entre ellas, tuviesen rocas con idénticos rasgos geológicos o fósiles de las mismas especies animales y vegetales. Los geólogos, instalados en la idea de una Tierra estática, no aceptaron la proposición. Sin embargo, en los años 60 de ese siglo, se sumaron a las observaciones de Wegener mediciones paleomagnéticas y análisis del suelo marino que apuntaban claramente a un desplazamiento continental. Ante el cúmulo de evidencias, la comunidad científica aceptó que se hallaba ante un cambio de paradigma en la forma de estudiar y entender el planeta Tierra. Nacía la tectónica de placas, que explica, entre otras muchas cosas, la deriva continental que supo ver Wegener. Los científicos son reacios a abandonar una teoría que funciona, pero cambian gustosamente su forma de pensar si los datos lo exigen.
¿La ciencia niega lo que no puede explicar? Si lo inexplicable es medible, es objeto de estudio. Por supuesto que todavía existen cosas que la ciencia no abarca, fenómenos naturales de los que no se tiene una comprensión completa; pero afirmar que la ciencia los rechaza es revelar una gran ignorancia de su funcionamiento o muy mala intención. Tomemos un ejemplo: uno de los misterios actuales de la ciencia es lo que se ha llamado “materia oscura” en las galaxias; varias consideraciones teóricas sugieren su existencia y, excepto por los efectos gravitatorios que provoca en sus alrededores (otros cuerpos celestes se han encontrado de esta manera indirecta), su presencia es indetectable: se comporta como la materia, pero no consigue medirse de forma directa, parece no estar. Los científicos no encuentran una manera satisfactoria de explicar estas observaciones; pero desde luego no las niegan. Precisamente es en los campos sin resolver donde se centran con más entusiasmo los investigadores.
Como establece el principio epistemológico de economía del pensamiento (más conocido como “Navaja de Occam”), para explicar un fenómeno, la hipótesis más sencilla es siempre la mejor y no debemos acudir sin necesidad a soluciones especulativas. Es preferible vivir aceptando nuestras lagunas de conocimiento que rellenarlas inventando, en ausencia de pruebas, explicaciones milagrosas, pseudocientíficas o paranormales.
ARGUMENTO 4º: Los científicos forman un grupo de poder paralelo al político y económico o a su servicio al depender de financiación. Esto ha corrompido sus antiguos nobles principios, degenerando en una ciencia oficial que ya no busca la verdad sino que defiende intereses gubernamentales frenando lo que no les conviene.
RESPUESTA: Diferenciemos antes de nada ciencia de tecnología: llamamos ciencia al conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que deducimos principios y leyes generales; por tecnología entendemos a las teorías y técnicas que permiten la aplicación práctica de la ciencia. Es la investigación tecnológica -en la que, aunque es más propia de ingenieros, también intervienen científicos- la más condicionada por factores externos a ella: exigencia de resultados a corto plazo, posibilidad de aplicaciones bélicas, rentabilidad económica… La investigación científica, en cambio, no sólo es independiente y libre en universidades, institutos y fundaciones, sino que, aunque pueda estar influenciada en ocasiones (precisamente por eso) dispone de un método que la regula: el método científico evita faltar a la verdad, el objetivo final de la ciencia.
Pero, ¿en qué consiste el método científico? Imaginemos primero que hemos observado algo y nos preguntamos por qué sucede de esa forma (por ejemplo, reparamos en que algunas aves de corral se espantan y ocultan en el follaje ante la visión, por primera vez en su vida, de la silueta en el cielo de un ave rapaz). Lo siguiente que hacemos es descartar los factores no relacionados con el problema (no nos interesamos por la edad, el sexo o el largo de la cresta de las gallinas ya que vemos que esto no influye en ese comportamiento). Entonces reunimos para su análisis todos los datos que seamos capaces de obtener, lo que podemos hacer por observación directa de la naturaleza o provocando artificialmente situaciones específicas que aporten información sobre el caso: los experimentos (podemos criar pollitos para controlar su aprendizaje y construir una réplica mecánica de la forma de una rapaz para simular la situación y así no tener que esperar hasta que se produzca un ataque real fortuito). Tras haber reunido los datos, pasamos a intentar explicarlos, de la manera más sencilla posible, con un enunciado o matemáticamente: una hipótesis (“las gallináceas domésticas poseen conductas que no necesitan aprender”). Esa hipótesis tendrá unas consecuencias lógicas que implicarán sucesos y experimentos que no nos habíamos planteado antes (“todos los animales, incluido el hombre, poseen conductas innatas hereditarias”); debemos entonces realizar nuevas observaciones para ver si las predicciones de la hipótesis se cumplen o intentar desmentir nuestras conclusiones para comprobarlas (podemos objetar que se puede deber a un aprendizaje, y observar bebés sordo-ciegos para averiguar si poseen comportamientos que sea imposible que les hayan enseñado). Finalmente, si las predicciones se han cumplido y las refutaciones han fallado, la hipótesis sale reforzada, y puede convertirse incluso en una teoría o una ley (“Parte del comportamiento animal y humano está determinado genéticamente y es modificado por la selección natural”).
Cada uno de los pasos que acabamos de dar en el párrafo anterior sería un punto ideal del método científico. En realidad no es más que el sentido común transformado en unas reglas de investigación, una forma de evitar cometer manipulaciones y errores o que las ideas preconcebidas nos hagan caer en el autoengaño.
Las pseudociencias son llamadas así debido a que, aunque tienen una apariencia científica en la presentación, no cumplen las normas anteriores, por lo que no pueden ser consideradas ciencia. Un caso actual de este problema es la continua reclamación del mismo estatus que disfruta la medicina oficial o científica para las pseudomedicinas, incluso se exige que compartan financiación estatal. Cuando se analizan científicamente falsas terapias como la homeopatía, la acupuntura, la reflexología, aromaterapia, etc. no demuestran dar más resultado que el efecto placebo (que consiste, como todos sabemos, en la ilusión de mejoría del paciente que no es tratado en realidad, aunque se le haga creer que sí) por lo que no es posible, o no debería serlo, igualarlas a la medicina científica. En realidad, ni siquiera existe un trato discriminatorio hacia las terapias “alternativas” o “complementarias” ya que, cuando la medicina científica presenta un nuevo tratamiento o fármaco, se la somete a controles muy rigurosos, los mismos que se le exigen a las pseudomedicinas y que, simplemente, no pasan. El trato es igualitario, pero los resultados no son iguales.
No existen conspiraciones del mundillo científico y los servicios secretos para que el “misterio” permanezca oculto, ni oscuras manipulaciones de los estados y la industria farmacéutica para impedir el desarrollo de las medicinas “alternativas”. Lo que ocurre es que estas disciplinas no cumplen las rigurosas normas que sí cumple la ciencia. Estos ingenuos -muchas veces ridículos- argumentos sobre conspiraciones suelen ser lanzados sin pruebas por los defensores de la pseudociencia como distracción o pobre excusa ante su incapacidad para demostrar sus teorías.
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La considerable difusión de estos cuatro tópicos, tan negativos, señala hacia una realidad frustrante: la resistente desconfianza por parte importante de la población hacia la ciencia. Este recelo de la investigación científica es algo habitual en la cultura popular y tradicional: sus logros se ven demasiado a menudo como dañinas creaciones antinaturales, la libertad de investigación es restringida por prejuicios que la califican de inhumana e incluso es frecuente que no se vean con buenos ojos las ya poco generosas dotaciones presupuestarias dedicadas a estos fines. Dejo de lado defensas filosóficas sobre el saber, la verdad o el autoconocimiento, que pudieran justificar mi respeto y pasión por la ciencia, y apelo sencillamente al sentido práctico y común: resulta desconcertante comprobar que todos los beneficios de nuestra cultura científica (no será necesario que enumere los enormes progresos para el bienestar general) parecen ser pasados por alto a la hora de juzgarla, como si la costumbre impidiera percibirlos. Es obvio que nuestro mundo es mejorable en muchos aspectos, pero no es optimismo científico exaltado, sino realismo, afirmar que el ser humano, allí donde se han introducido los avances científicos, nunca tuvo en su historia una vida tan fácil como la actual. Es triste que algunos consideren una enemiga a la más clara benefactora de la humanidad.