El "Amor" como hipóstasis
Publicado: Mié Feb 16, 2011 11:57 pm
¿Podría ser compatible un tipo de conciencia sin estímulos o sensaciones? Cabe responder: ¿Y de qué sería consciente un individuo que no tuviera sensaciones? Es obvio que la sensación no puede prescindir de la conciencia, y no es menos cierto que toda sensación no puede darse sin implicar una materia orgánica como receptora de aquélla. Luego, la conciencia no tiene sentido sin materia orgánica. Es la materia, constituida en los diferentes sistemas nerviosos, la que proporciona una capacidad de sentir dolor o placer, amor u odio, hambre o sed. Y a esta capacidad la llamamos conciencia.
Tanto en la escala filogenética como en la ontogenética se dan –en sus inicios- formas de conciencia muy elementales que dan lugar a las sensaciones básicas que son suficientes para mantener con vida a los individuos, tales como las necesidades de la alimentación, la reproducción o el instinto de supervivencia, hasta llegar a los escalones más complejos en los que las distintas formas de conciencia se multiplican exponencialmente, tanto en cantidad como en cualidad, hasta llegar a los sentimientos humanos tan sofisticados como numerosos. Y si tuviéramos que elegir de entre ellos al más inefable, al más sublime, al que nos proporciona la mayor sensación de placer y plenitud, no dudaríamos en colocar sobre un pedestal al tan mitificado e idolatrado amor, al que desde estancias religiosas no dudan en escribir con mayúscula.
¿Qué diferencia hay entre el placer sexual más intenso y el sentimiento de amor más sublime? ¿No se funden en uno solo ambos sentimientos? ¿No van cogidos de la mano uno y otro –y no sólo de facto en las parejas- sino en la conciencia? De hecho, el amor surge antes como sentimiento profundo -que nos arrima inexorablemente hacia un ser humano al que consideramos muy especial, no tanto por sus virtudes reales, sino por un enigmático impulso psicológico que no tiene explicación- que como un acercamiento al prójimo casi impositivo desde instancias evangélicas, al que se considera como fin último, como meta espiritual y como culminación del sentido de la existencia. No obstante, el amor –como todo sentimiento- no obedece más que a razones evolutivas que en sí mismas no constituyen ningún fin ni propósito.
Una vez iniciada la carrera de la evolución a partir de los deseos y los intereses, no es de extrañar que aparezcan factores emergentes muy complejos de los que nadie puede prever su ulterior desarrollo ni su transformación a lo largo de los tiempos. El amor –en minúscula- no tiene ningún rango superior respecto del que podamos otorgar al instinto sexual o paternal. Que el ser humano incluya en su vasto bagaje de instintos un sentimiento que nos lleva a sentirnos unidos al prójimo, no es motivo para darle una categoría que va más allá de un simple instinto. El respeto por los iguales de nuestra especie nos beneficia a la hora de construir una sociedad cuya necesidad de ordenación y pacificación interna no es menor ni mayor –como objeto evolutivo- que el orden y concierto que reina dentro de un enjambre de abejas o un hormiguero.
Todas esas pretensiones ontológicas reflejan la inutilidad heurística de quienes obviaron las normas más elementales de la comprobación, de la razón y del empirismo científico, dando lugar a una fantasía interesada como satisfacción de las necesidades psicológicas surgidas de la ancestral ignorancia del hombre primitivo en su búsqueda de explicaciones ante la incomprensión de la naturaleza que le rodeaba.
El Amor, en mayúsculas, es inexistente. Es, simplemente, una entelequia –y no en el sentido aristotélico de la autorrealización- sino una hipóstasis de uno más de nuestros instintos que evolucionó, desde otros instintos menos complejos, y que serviría a la especie para apaciguar y contrarrestar cualesquiera otros instintos contrarios basados en la violencia o el odio. Del instinto de supervivencia -que dio lugar a la venganza y a la agresividad, como respuesta a los posibles ataques de los depredadores o de los propios miembros de la especie que entran en competencia por el territorio, la pareja o el alimento- surgen, para compensar unos instintos -quizás demasiado violentos- otros que le dan la posibilidad de mantener la especie antes de que dicha agresividad pueda llegar a cotas inimaginables, tal como lo comprobamos diariamente en la vida humana.
Que el “Amor universal” o “el amor al prójimo” sean una ilusión que se ve como posible desde la ingenuidad de un sector social inmerso en creencias místicas y religiosas, no debe llevarnos a convertir un mero instinto en algo trascendental y utópico. Convertir una quimera en algo posible es un desperdicio intelectual que puede costar caro al ser humano al alejarlo de la realidad. Son demasiadas las energías –tanto físicas, intelectuales, como psíquicas- que se derrochan para hacer valer una invención como meta última del ser humano por la que hay que luchar. Únicamente, desde la ciencia, la razón y la honradez intelectual, se puede luchar por una humanidad mejor. Comprender las razones por las que el ser humano es un “lupus” para sí mismo, es tarea científica y no religiosa, ni esotérica, ni mística.
La conciencia es tan sólo un “darse cuenta”, un “ser conscientes de” cualquier sensación –dolorosa o placentera- que le sirve a la naturaleza –aquí, hipostasiada- para “cumplir sus fines” evolutivos. Queda sólo para la imaginación de los místicos la concepción del “Amor” como algo que está más allá de la realidad material con todas sus limitaciones y su finitud temporal que le sucede a la muerte.
Tanto en la escala filogenética como en la ontogenética se dan –en sus inicios- formas de conciencia muy elementales que dan lugar a las sensaciones básicas que son suficientes para mantener con vida a los individuos, tales como las necesidades de la alimentación, la reproducción o el instinto de supervivencia, hasta llegar a los escalones más complejos en los que las distintas formas de conciencia se multiplican exponencialmente, tanto en cantidad como en cualidad, hasta llegar a los sentimientos humanos tan sofisticados como numerosos. Y si tuviéramos que elegir de entre ellos al más inefable, al más sublime, al que nos proporciona la mayor sensación de placer y plenitud, no dudaríamos en colocar sobre un pedestal al tan mitificado e idolatrado amor, al que desde estancias religiosas no dudan en escribir con mayúscula.
¿Qué diferencia hay entre el placer sexual más intenso y el sentimiento de amor más sublime? ¿No se funden en uno solo ambos sentimientos? ¿No van cogidos de la mano uno y otro –y no sólo de facto en las parejas- sino en la conciencia? De hecho, el amor surge antes como sentimiento profundo -que nos arrima inexorablemente hacia un ser humano al que consideramos muy especial, no tanto por sus virtudes reales, sino por un enigmático impulso psicológico que no tiene explicación- que como un acercamiento al prójimo casi impositivo desde instancias evangélicas, al que se considera como fin último, como meta espiritual y como culminación del sentido de la existencia. No obstante, el amor –como todo sentimiento- no obedece más que a razones evolutivas que en sí mismas no constituyen ningún fin ni propósito.
Una vez iniciada la carrera de la evolución a partir de los deseos y los intereses, no es de extrañar que aparezcan factores emergentes muy complejos de los que nadie puede prever su ulterior desarrollo ni su transformación a lo largo de los tiempos. El amor –en minúscula- no tiene ningún rango superior respecto del que podamos otorgar al instinto sexual o paternal. Que el ser humano incluya en su vasto bagaje de instintos un sentimiento que nos lleva a sentirnos unidos al prójimo, no es motivo para darle una categoría que va más allá de un simple instinto. El respeto por los iguales de nuestra especie nos beneficia a la hora de construir una sociedad cuya necesidad de ordenación y pacificación interna no es menor ni mayor –como objeto evolutivo- que el orden y concierto que reina dentro de un enjambre de abejas o un hormiguero.
Todas esas pretensiones ontológicas reflejan la inutilidad heurística de quienes obviaron las normas más elementales de la comprobación, de la razón y del empirismo científico, dando lugar a una fantasía interesada como satisfacción de las necesidades psicológicas surgidas de la ancestral ignorancia del hombre primitivo en su búsqueda de explicaciones ante la incomprensión de la naturaleza que le rodeaba.
El Amor, en mayúsculas, es inexistente. Es, simplemente, una entelequia –y no en el sentido aristotélico de la autorrealización- sino una hipóstasis de uno más de nuestros instintos que evolucionó, desde otros instintos menos complejos, y que serviría a la especie para apaciguar y contrarrestar cualesquiera otros instintos contrarios basados en la violencia o el odio. Del instinto de supervivencia -que dio lugar a la venganza y a la agresividad, como respuesta a los posibles ataques de los depredadores o de los propios miembros de la especie que entran en competencia por el territorio, la pareja o el alimento- surgen, para compensar unos instintos -quizás demasiado violentos- otros que le dan la posibilidad de mantener la especie antes de que dicha agresividad pueda llegar a cotas inimaginables, tal como lo comprobamos diariamente en la vida humana.
Que el “Amor universal” o “el amor al prójimo” sean una ilusión que se ve como posible desde la ingenuidad de un sector social inmerso en creencias místicas y religiosas, no debe llevarnos a convertir un mero instinto en algo trascendental y utópico. Convertir una quimera en algo posible es un desperdicio intelectual que puede costar caro al ser humano al alejarlo de la realidad. Son demasiadas las energías –tanto físicas, intelectuales, como psíquicas- que se derrochan para hacer valer una invención como meta última del ser humano por la que hay que luchar. Únicamente, desde la ciencia, la razón y la honradez intelectual, se puede luchar por una humanidad mejor. Comprender las razones por las que el ser humano es un “lupus” para sí mismo, es tarea científica y no religiosa, ni esotérica, ni mística.
La conciencia es tan sólo un “darse cuenta”, un “ser conscientes de” cualquier sensación –dolorosa o placentera- que le sirve a la naturaleza –aquí, hipostasiada- para “cumplir sus fines” evolutivos. Queda sólo para la imaginación de los místicos la concepción del “Amor” como algo que está más allá de la realidad material con todas sus limitaciones y su finitud temporal que le sucede a la muerte.