Más de 1.5 millones de refugiados hutus y tutsis convivieron en un campamento sin matarse mutuamente, huyendo de sus asesinos en una guerra extremadamente encarnizada en la que la venta de machetes era un claro síntoma del tipo de técnica bélica utilizada.
Un dato: hoy en día, el coltán y la casiterita extraidos de forma miserablemente ilegal, en medio de una guerra sin fin y con la esclavización de mujeres y niños en la República Democrática del Congo, se introduce en Ruanda. Desde allí, nuestros operadores de telefonía móvil y fabricantes de productos tecnológicos, importan esos minerales manchados de sangre como si fueran materias primas de origen decente. Algo curioso, teniendo en cuenta que en Ruanda no hay industria minera.
En su momento se dijo que esta guerra era fruto de flecos mal recortados tras la influencia colonial europea en la zona. Pero la triste realidad es que la influencia occidental económica en la zona, con la connivencia entre grandes corporaciones y gobiernos supuestamente "democráticos y decentes", sigue siendo insoportable.
El País, 21 de febrero 2012Dieciocho años
Han tenido que pasar casi dos décadas para que la justicia arroje luz sobre el genocidio ruandés y eche por tierra la versión negacionista francesa
NICOLE MUCHNIK 21 FEB 2012
Dieciocho años. Es el tiempo que ha tenido que pasar para que las pruebas echen por tierra la versión oficial francesa sobre la guerra genocida ruandesa. El informe hecho público por el magistrado Marc Trévidic después de una larga investigación sobre el terreno y la audición de testigos que hasta entonces nunca se habían tomado en consideración pone punto final a la propaganda negacionista gubernamental francesa en lo que concierne a su responsabilidad por la muerte de un presidente ruandés y por el genocidio que se derivó de ella.
Han sido precisos dieciocho años para que lleguen a la opinión pública lo que algunos periodistas que hacen honor a su profesión (Colette Braeckman, de Le Soir de Bruselas, Patrick de Saint-Exupéry de Le Figaro, François Xavier Verschave, Michel Sitbon de las Ediciones Dagorno, Jean-Paul Gouteux, Medhi Ba, David Servenay, Gabriel Périès, Jacques Morel, Gerard Prunier, Linda Melvern) sabían y escribían a riesgo de ser perseguidos por la justicia: el atentado cometido el 6 de abril de 1994 contra el Falcon del presidente ruandés Juvénal Habyarimana fue un golpe de Estado perpetrado por extremistas hutus. De hecho, aunque el atentado nunca fue la causa de la sangrienta depuración étnica, anunciada y preparada desde 1991, la muerte del jefe de Estado hutu fue la señal para el comienzo del tercer genocidio de la historia reconocido por Naciones Unidas, el cometido entre el 6 de abril y el 4 de julio de 1994 por el régimen hutu contra la población tutsi (y sus apoyos hutus) y que causó más de 800.000 muertos.
Durante dieciocho años, a pesar de los testimonios de personalidades como el general canadiense Roméo Dallaire, al mando de la misión de la ONU (MINUAR) en 1993-1994, o del doctor Pasuch Massimo, médico militar belga miembro de la MINUAR, el juez Bruguière se ha mantenido firme en su postura: el atentado no era sino obra de los rebeldes del FPR con el objetivo de devolver al poder al tutsi Paul Kagamé.
Los testimonios apuntaban la responsabilidad del Gobierno francés
Pero los hechos son tozudos. Un estudio balístico acaba de aportar la prueba de la culpabilidad de los hutus en el asesinato de su presidente. Este regresaba de Arusha, donde, bajo la presión de la comunidad internacional, había prometido aplicar por fin los acuerdos de paz firmados con el FPR en 1993, que le obligaban a formar un gobierno de unidad nacional con los rebeldes tutsis. Un acuerdo que en absoluto satisfacía a los extremistas hutus.
También contrariaba en sumo grado a la política africana de Francia, la cual, desde finales de los años 80, sostenía abiertamente al presidente hutu Habyarimana, aun sabiendo que las Fuerzas Armadas Ruandesas (FAR) y las milicias hutus estaban implicadas en una represión feroz de todos los oponentes tutsis, incluida la fuerte minoría tutsi exilada en Uganda y organizada en el seno del Frente Patriótico Ruandés (FPR). Después del atentado, el sociólogo André Guichaoua, presente en Kigali en abril 1994, habría dicho que era en los locales de la embajada de Francia en Kigali, y en presencia del embajador Marlaud, donde se reunieron quienes formaron el nuevo gobierno responsable del genocidio de los tutsis.
Pero durante dieciocho años, en nombre de la razón de Estado y gracias a la investigación partidista del juez Bruguière, no solamente no se arrojó luz alguna sobre la responsabilidad de los criminales hutus y la de los militares, políticos y diplomáticos franceses destinados en Ruanda, sino que se instrumentó un auténtico montaje de declaraciones oficiales y de informaciones negacionistas, cuyos responsables conocidos (entre otros, los periodistas Stephen Smith, Pierre Péan, Jean Hélène y Jacques Isnard, el juez Bruguière, los ministros Bernard Debré, Alain Juppé, Edouard Balladur y François Léotard) impidieron que se realizara la verdadera investigación evocando las hipótesis más fantasiosas, tales como la responsabilidad del gobierno belga o la de la CIA y Estados Unidos. Al hilo de la desinformación establecida, la justicia llegaría a condenar a informadores auténticos, como Jean Paul Gouteux y el editor de L’Esprit Frappeur, pioneros del problema del genocidio en Ruanda.
En 2007, diez años más tarde, el problema cambiaba de escala. Cuando todos esperaban que el nuevo juez, Marc Trévidic, se contentaría con cerrar el dossier, este mismo, por el contrario, envió a un equipo para que volviera a escuchar a los testigos clave. Los testimonios obtenidos de entre los supervivientes y de antiguos militares o milicianos ruandeses por periodistas o investigadores independientes como Monique Mas, Georges Kapler y Cécile Grenier aclaraban con una luz cegadora la responsabilidad del Gobierno francés en su grado más alto, no solamente en el atentado contra el presidente Habyarimana, sino también en la preparación del genocidio. “Es difícil de creer que la preparación técnica de las masacres, para las cuales fue necesario comprar millares de machetes, no llamase la atención de los 47 oficiales franceses incorporados entonces al ejército ruandés y situados bajo la autoridad directa del Gobierno francés”, escribía Linda Melvern en 2008 en su trabajo sobre el exterminio ruandés.
En el mismo año 2007 dos documentos secretos iban a ser desclasificados y exhumados de los archivos del Ministerio de Defensa francés. En el primero, el coronal Poncet recomienda “no mostrar a los medios a soldados franceses absteniéndose de poner fin a las masacres de las que eran testigos”. En el segundo, el coronal Cussac confirma que “en el ejército francés se sabía desde el 8 de abril que las masacres tenían por objetivo a los tutsis”. El general Dallaire va más lejos: “Había muchos militares franceses en el Estado Mayor del ejército ruandés y, en particular, en la Guardia Presidencial…¡y permanecieron allí hasta el final!”
Actualmente el juez Trévidic estaría siendo objeto de presiones e intimidaciones que han puesto en alerta a las asociaciones y sindicatos franceses de la magistratura. Todo lo cual, lejos de cerrar el debate, en modo alguno supone un punto final para la investigación más grave, la que atañe a un gobierno democráticamente elegido por su participación en el último genocidio del siglo XX.
Cualquiera sea el resultado de las elecciones de mayo 2012, sería necesario para la ética más elemental y el respecto a la dignidad humana que el nuevo presidente se enfrentara con el contencioso de Ruanda.
Nicole Muchnik es periodista y escritora.
Traducción de Juan Ramón Azaola