La religión es el resultado del temor a la muerte.
Publicado: Lun Jun 30, 2008 12:23 am
PARA CONFIRMAR si podía existir algo así como "el gen del fervor religioso", en 1999 un grupo de investigadores de la Universidad de Virginia Commonwealth decidió estudiar a 30.000 parejas de mellizos y gemelos. El porqué de la muestra respondía a la evidencia de que cuando un comportamiento o enfermedad concuerda sistemáticamente entre parejas de gemelos, los científicos pueden plantear que éstos tienen una causa biológica.
Investigaciones del mismo corte habían permitido establecer el origen físico -incrementado por factores ambientales- de condiciones como la homosexualidad o trastornos como la esquizofrenia. Y, a la luz de los resultados, la fe no se quedó atrás: mientras "la afiliación religiosa es básicamente un fenómeno transmitido culturalmente, las prácticas y actitudes religiosas reciben una influencia moderada de los factores genéticos", anotaron los investigadores en la revista Journal of Personality.
Desde que el riesgo de morir en la hoguera quedó conjurado en Occidente, un buen número de científicos se han ocupado del origen "biológico" de Dios. Cada año sorprenden con nuevas publicaciones, y éste no es la excepción: Norma acaba de publicar en español Dios está en el cerebro, del filósofo Matthew Alper, y Espasa ha hecho lo propio con El espejismo de Dios, del renombrado etólogo Richard Dawkins. Dos publicaciones que buscan demostrar la existencia de una dotación religiosa en la mente humana y dar respuesta a por qué esos mecanismos fueron útiles desde el punto de vista evolutivo.
El circuito de Dios
Los resultados expuestos por Alper apuntan a que la experiencia religiosa es un producto más de la actividad cerebral del ser humano. De alguna manera así lo comprobaron los doctores Andrew Newberg y Eugene D'aquili, de la División de Medicina Nuclear de la Universidad de Pennsylvania, quienes afirman haber encontrado el circuito de la religiosidad. Tras practicar a un grupo de monjes tibetanos y frailes franciscanos una tomografía computarizada por emisión de positrones mientras meditaban, encontraron un cambio notable en la actividad de los lóbulos frontal y parietal -centros emocionales de la personalidad-, así como en la amígdala cerebral -encargada del procesamiento y almacenamiento de las reacciones-.
El hallazgo confirmó al equipo de científicos sus sospechas: que las experiencias místicas se producen en el cerebro. De paso, insistieron en que no fue Dios el que creó al hombre a su imagen y semejanza, sino al revés. "El hombre ha sido programado de tal forma que cuando realizamos ciertas actividades como meditación, oración, cánticos, yoga o rituales, éstas produzcan percepciones o sensaciones como prueba de una realidad divina", anota Alper.
Según los estudios citados por el filósofo, una vez que la naturaleza creó ese fantasma de origen neurofisiológico llamado Dios -una adaptación cognitiva que se dio hace unos dos millones de años-, el humano quedó programado para asumir la muerte de una forma más digerible y tranquila. De hecho, una explicación que encuentran los científicos a "la luz intensa al final del túnel", observada por personas que han vivido episodios cercanos a la muerte, es que ésta puede ser resultado de la liberación masiva de opioides endógenos -endorfinas- o por el uso de la cetamina, una droga disociativa que puede llegar a elevar las experiencias espirituales. Con esto, en una situación de peligro, la experiencia espiritual puede convertir la realidad en un hecho gratificante y placentero, así como atenuar el pánico y reducir la pérdida de sangre. Todo gracias al hecho de que el organismo multiplica por 300 el volumen de endorfinas.
Es más, sentir cerca a Dios en momentos que peligra la vida puede aumentar las posibilidades de supervivencia. Por eso, Matthew Alper sostiene que la religiosidad es una suerte de mentira piadosa de la naturaleza para mitigar la ansiedad de la especie humana. Sólo basta con mirar el papel del sanador religioso, cuya tarea consiste realmente en facilitar la catarsis cerebral de alguien que está lleno de ansiedad. En síntesis, apunta el filósofo, la religión es un placebo muy eficiente.
Residuo evolutivo
Sin embargo, Alper no se adentra en las razones evolutivas del fenómeno religioso. Ahí es donde Richard Dawkins -considerado como uno de los más sólidos teóricos del ateísmo en la actualidad- parece tomar la posta y plantear una explicación a partir del ejemplo del suicidio de las polillas en los bombillos. Una conducta que en realidad no es una inmolación: la polilla cree que el bombillo es el sol o la luna, astros que le permiten orientarse.
Con la religión habría pasado algo similar. En una etapa muy primaria de los humanos, la evolución favoreció a aquellos cerebros que no se detenían en disertaciones sobre cómo atacaba el tigre, sino que huían ante su presencia. Dawkins escribe: "Estamos programados biológicamente para imputar intenciones a entidades cuyo comportamiento nos interesa (...). Los niños y los hombres primitivos imputan intenciones al tiempo, a las olas y a las corrientes, a las rocas que caen (...). Detectamos hiperactivamente agentes cuando no los hay y esto nos hace sospechar malicia o benignidad donde, de hecho, la naturaleza sólo es indiferente".
El etólogo británico puntualiza su planteamiento sobre las raíces de la religión con la idea de que, bajo ciertas circunstancias, es preferible persistir en una creencia irracional antes que vacilar, "incluso si nuevas evidencias o razonamientos favorecen un cambio". En síntesis, la religión sería un subproducto evolutivo: un mecanismo que favoreció la supervivencia en alguna etapa de la humanidad, pero que con el paso del tiempo terminó convertido en algo así como el bombillo para las polillas.
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