RECUERDO GALÁCTICO
Dos millones de planetas habitados, seiscientos billones de seres. Son unas cifras impresionantes, y si añadimos que todo ello estaba bajo el control de un único gobierno, ininterrumpido durante más de veinte mil años, el asombro puede maravillar.Al no disponer de la visión necesaria por vivir en una sociedad basada en un único mundo habitado, resulta difícil hacerles creer en la más mínima estabilidad de la sociedad galáctica sin recurrir a una “sociedad hormiguero”, o a alguna aberración semejante (en términos de seres inteligentes, no quiero ofender a las hormigas, seres en verdad asombrosos).
Pero esa precisamente era la situación. Desde la implantación de la Unidad Galáctica (ya sé que suena horrible, pero fue la mejor manera de expresarlo en su momento) se consiguió mantener la paz en todos los planetas. Las pocas rebeliones (sí, lo admito, hubo tres rebeliones) fueron sofocadas rápidamente sin grandes derramamientos de sangre, prácticamente sin dolor. Y los planetas rebeldes fueron rápidamente aceptados de nuevo por el resto de la sociedad sin rencores. Somos racionales, llevamos ciento veinticinco mil años civilizados.
Pueden llamarme engreído, sobre todo conociendo nuestra actual situación, pero aunque suene decadente no creo que sea malo recordar los grandes tiempos pasados en el momento de la muerte. Digamos que es nuestro último grito al Universo y las razas que lo pueblan. Nosotros también estuvimos vivos.
Desgraciadamente esta es nuestra primera y última visita a su civilización. El momento de nuestra muerte está cerca, y dejaremos de ayudar a las nuevas razas como la suya, pero no dejaremos de hacerlo hasta el fin.
Y una de nuestras más grandes enseñanzas es contar nuestro trágico error, que destruyó nuestra civilización y llevó a nuestra raza al borde de la extinción. Permítanme, pues, que les cuente esa parte tan terrible de nuestra historia para que jamás se les ocurra repetirlo.
Como les dije, nuestra historia empezó hace ciento veinticinco mil años. Por aquel entonces tuvimos nuestra Revolución Industrial, en la que las máquinas comenzaron a facilitar nuestro trabajo. Avanzamos rápidamente, pero, como a ustedes, los problemas de espacio nos empezaron a agobiar. Ya nos habíamos internado en el espacio cercano, por lo que la idea de colonias en él no nos parecía tan fantástica.
Pero ahí chocamos con nuestro gran problema. Pese a dedicar decenas de miles de años de investigación jamás encontramos una forma de superar la velocidad de la luz. Durante cien mil años nos vimos confinados en un espacio de poco más de veinte años-luz de diámetro, pues aunque podíamos viajar largas distancias gracias a la hibernación, la dilatación temporal de los viajes relativistas los limitaba, reservándolos únicamente para la investigación científica.
Esa fue la época que estabilizó nuestra sociedad y redujo nuestros instintos básicos asesinos. En realidad fue una buena época. Nos concentramos en nosotros mismos, tuvimos todo el tiempo del mundo, y rozamos la perfección en muchas artes y bastantes ciencias.
Pero al comienzo del centésimo cuarto milenio hicimos un descubrimiento... terrible. La investigación genética era práctica habitual desde hacía decenas de miles de años, no tengo mucho parecido con un antepasado mío del primer milenio de nuestra civilización, pero una rama de investigación había derivado hacia la deformación espacio-temporal mediante la voluntad.
Nos encontrábamos desesperados. Pese a que habíamos soportado mucho tiempo, los primeros signos de decadencia comenzaban a hacerse visibles. De nuestras treinta colonias ya se habían abandonado dos, y algunas parecían seguirles los pasos. La investigación se intensificó, porque los resultados eran prometedores. La posibilidad de engañar las leyes naturales y superar la velocidad de la luz no parecía muy lejana.
Y por fin lo conseguimos. Creamos un conjunto de clones capaces de deformar, atravesar e incluso conectar el espacio-tiempo a su antojo. Si querían trasladarse a otro lugar, tan solo necesitaban desearlo, y su mente hacía el resto, de manera tan automática como levantar un brazo.
Por supuesto no fuimos estúpidos. Eliminamos toda traza de personalidad, los convertimos simplemente en máquinas orgánicas. Tratamos su ADN para darle una vida máxima de diez años desde su “activación”, y algunos otros sistemas de seguridad necesarios para evitar que ninguno de esos clones alcanzase la inteligencia innata a sus genes. Inventamos una nueva forma de viaje espacial, el viaje instantáneo, y nuestro imperio comenzó a extenderse por la galaxia. Comenzó la Unión Galáctica.
Fue una época gloriosa. En cien mil años habíamos ocupado treinta planetas. Cinco mil años después ocupábamos un millón. Encontramos multitud de especies inteligentes, todas bastante atrasadas tecnológicamente, y las ayudamos a todas, unas veces presentándonos ante ellos e interviniendo en sus disputas para finalizarlas, otras actuando y modificando de manera un poco más... divina.
Llevamos la paz y justicia a la galaxia, pero olvidamos aplicárnosla a nosotros mismos. Éramos los esclavizadores de una nueva raza con unos sentidos maravillosos, y nuestro peor crimen fue olvidar que estábamos hablando de seres vivos e inteligentes.
Hace cien años uno de los nuestros, un alto magistrado, decidió por primera vez analizar nuestro propio caso, utilizando los mejores abogados privados como fiscal y defensor. No fue un juicio legal, se realizó de modo totalmente privado. Pero eso no importaba, ya que cuando se supo el veredicto de culpabilidad un grupo de personas importantes tomo acción.
Debido a su gran influencia consiguieron hacerse con diez clones no dotados de los sistemas de seguridad, que desarrollaron y educaron, despertando su dormida inteligencia. Cuando los clones alcanzaron su pleno desarrollo se les explicó el caso, se les informó del veredicto de culpabilidad y se puso el castigo en sus manos. Aquel grupo representativo de nuestra especie, y he de reconocer que fueron los más justos de los nuestros a lo largo de nuestra dilatada historia, puso en las manos de diez de nuestros “motores interestelares” la totalidad de nuestro imperio.
Les habían educado bien, estudiaron el problema que se les planteaba y decidieron no fiarse de los datos que se les mostraban y comenzaron a desplazarse por todo nuestro imperio. Un Deformador no necesita naves espaciales para viajar por el Universo, y sus cuerpos tampoco son tan distintos de los nuestros, por lo que pasaron desapercibidos. Nos estudiaron y comprobaron nuestra culpabilidad, la esclavitud impuesta a sus congéneres dándoles trato de máquinas. Nos condenaron a muerte.
Mediante el transporte instantáneo sabotearon todas nuestras instalaciones más importantes e interrumpieron todo viaje interestelar durante doce años. Pasado ese tiempo muchos planetas comenzaban a sufrir grandes tragedias, y fue cuando se inició la gran ofensiva. No sabemos cuántos Deformadores nos atacaron, pero es seguro que más de diez. Por toda la galaxia comenzaron a radiarse noticias de terribles destrucciones de todos los complejos tecnológicos en miles de mundos a la vez. En un año habíamos perdido todas nuestras infraestructuras, sumiéndonos en la barbarie. Perdimos todo el conocimiento almacenado en nuestras bases de datos en la destrucción. Cinco años después devastadores virus eliminaron todo rastro de nuestra raza y eliminando también a los Deformadores, que tras culminar su trabajo decidieron acabar con su propia vida. Los pocos de nosotros que sobrevivimos nos embarcamos en nuestras últimas naves y nos lanzamos a la galaxia, a morir como habíamos vivido.
...Y de entre las nubes color esmeralda surgió una voz que sus tubos auditivos podían captar, con el tono de un Pensador, los seres de mayor sabiduría en aquel mundo, y les dijo unas palabras finales:
“Nacimos en el planeta Tierra, en las calurosas sabanas de un continente llamado África, hace cinco millones de años. Fuimos humanos, fuimos homo sapiens. Recordadnos, recordad que una vez nosotros estuvimos vivos”