Los Imalayas
Publicado: Lun Ago 03, 2009 6:35 am
Cierta vez, estando en la ciudad de Limerick, al Oeste de Irlanda, hallábame en un pub llamado “The drunk pig”, bebiendo para olvidar. Había bebido tanto que había olvidado qué era lo que quería olvidar, y estaba triste y cabizbajo. No noté que se había sentado frente a mí el notable poeta, político y filatelista Padraic Pearse, viejo amigo mío (digo viejo porque hacía mucho que nos conocíamos, no porque fuera viejo). Al verlo, lo saludé con el alborozo que sólo pueden proporcionar 18 pintas de cerveza, pero me estremeció ver en sus ojos un brillo inconfundible que sólo podía querer decir decir tres cosas: uno: Había vuelto a esnifar, a pesar de lo que nos había prometido a Florence Nightingale y a mí, dos: Estaba tramando otro levantamiento contra los ingleses, tres: Tenía alguna aventura exótica en mente.
Por suerte era la última de las opciones. Me contó que había estado hablando con Eamonn Southwesternhill, el primer irlandés en subir al Imalaya (Pearse no podía pronunciar la letra H), y había resuelto plantar la bandera republicana en lo más alto de la montaña, para así lograr la independencia de Irlanda, porque los ingleses, abochornados por la heroica gesta, se irían enseguida. Mientras tanto, yo había tomado 6 pintas más, por lo que suscribí entusiasmado el proyecto, justo un momento antes de perder el sentido.
A la mañana siguiente, aún temprano, me despertaron unos enérgicos golpes a la puerta. Como pude me arrastré hasta la entrada, y me encontré con Pearse vestido de traje safari y salacot, seguido por cuarenta sherpas cargados de toda clase de enseres. Cuando acabé de reírme (tenía un espantoso dolor de cabeza), le expliqué que los sherpas se contratan una vez llegados a Asia, y que con el traje de safari tropical en la montaña se iba a cagar de frío. Farfulló algo acerca de que la tienda “La montaña feliz” no abría hasta las 11, y que a los sherpas los había contratado porque “pasaban por ahí”. No quise discutir la oscura lógica del asunto, y me puse a preparar mi equipaje, mientras los sherpas preparaban una descomunal cacerola de té con nuez moscada, pimienta, vinagre y una pizca de clorato de manubrio, una receta infalible de Pearse para la resaca (es cierto que se me pasó el dolor de cabeza mientras estaba con diarrea fulminante en el baño). Metí en mi gastada mochila todo lo que me pareció imprescindible para una expedición a las montañas más altas del mundo: desodorante, cepillo de dientes, secador para el pelo, frutos secos, dos tetrabricks de leche desnatada, latas de tomate frito, perfume francés (por si se me daba la oportunidad de enrollarme con alguna expedicionaria), sacacorchos, pararrayos, mapas (que más tarde, en pleno viaje, comprobé que pertenecían a la República Centroafricana), tres bombillas nuevas, cerillas, una caja con 144 bolígrafos y un ejemplar de La Biblia en arameo, pensando que en tan largo viaje tendría ocasión de aprender ese idioma.
Partimos de Kinsale el 30 de febrero, despidiendo con nuestros pañuelos a la multitud enfervorecida que no había acudido a despedirnos. No daré pormenores del viaje, dado que me pasé la mitad del tiempo con ganas de vomitar, y la otra mitad vomitando. Desembarcamos en Nueva Delhi, lo cual fué harto dificultoso puesto que Delhi se halla a 1400 kilómetros del mar. Una vez allí, contratamos un cardumen de elefantes para llevar la carga, por lo cual los sherpas iban felices y cantando canciones budistas todo el rato, lo cual me ponía de los nervios. Finalmente llegamos a las estribaciones del Himalaya (yo sí puedo pronunciar la H), y allí el bueno de Pearse se llevó la decepción de su vida. Un lugareño le indicó amablemente que el Himalaya no es una montaña, sino que eran todas las montañas que veía. Pearse montó en cólera y dijo que unos indios de mierda no le iban a tomar el pelo a él, por lo que renunciaba ipso facto a la expedición. Despidió a los sherpas, que estuvieron a punto de asesinarlo (no lo hicieron sólo por la visión de mi fusil Weatherby Magnum calibre 367), y nos volvimos a Delhi con los elefantes. Luego de otro viaje infernal (ya no tenía ganas de vomitar, vomitaba directamente), pisé las costas de mi amada Irlanda. En Dublín me despedí con un efusivo abrazo de mi buen amigo Pearse, deseándole de todo corazón que se fuera a la puta madre que lo parió. Volví por un tiempo a Limerick, mientras él se dedicaba a preparar la insurrección contra los ingleses que finalmente le costaría la vida. Luego de un descanso emprendí una nueva aventura, pero esa, amiguit@s míos, es otra historia.
Por suerte era la última de las opciones. Me contó que había estado hablando con Eamonn Southwesternhill, el primer irlandés en subir al Imalaya (Pearse no podía pronunciar la letra H), y había resuelto plantar la bandera republicana en lo más alto de la montaña, para así lograr la independencia de Irlanda, porque los ingleses, abochornados por la heroica gesta, se irían enseguida. Mientras tanto, yo había tomado 6 pintas más, por lo que suscribí entusiasmado el proyecto, justo un momento antes de perder el sentido.
A la mañana siguiente, aún temprano, me despertaron unos enérgicos golpes a la puerta. Como pude me arrastré hasta la entrada, y me encontré con Pearse vestido de traje safari y salacot, seguido por cuarenta sherpas cargados de toda clase de enseres. Cuando acabé de reírme (tenía un espantoso dolor de cabeza), le expliqué que los sherpas se contratan una vez llegados a Asia, y que con el traje de safari tropical en la montaña se iba a cagar de frío. Farfulló algo acerca de que la tienda “La montaña feliz” no abría hasta las 11, y que a los sherpas los había contratado porque “pasaban por ahí”. No quise discutir la oscura lógica del asunto, y me puse a preparar mi equipaje, mientras los sherpas preparaban una descomunal cacerola de té con nuez moscada, pimienta, vinagre y una pizca de clorato de manubrio, una receta infalible de Pearse para la resaca (es cierto que se me pasó el dolor de cabeza mientras estaba con diarrea fulminante en el baño). Metí en mi gastada mochila todo lo que me pareció imprescindible para una expedición a las montañas más altas del mundo: desodorante, cepillo de dientes, secador para el pelo, frutos secos, dos tetrabricks de leche desnatada, latas de tomate frito, perfume francés (por si se me daba la oportunidad de enrollarme con alguna expedicionaria), sacacorchos, pararrayos, mapas (que más tarde, en pleno viaje, comprobé que pertenecían a la República Centroafricana), tres bombillas nuevas, cerillas, una caja con 144 bolígrafos y un ejemplar de La Biblia en arameo, pensando que en tan largo viaje tendría ocasión de aprender ese idioma.
Partimos de Kinsale el 30 de febrero, despidiendo con nuestros pañuelos a la multitud enfervorecida que no había acudido a despedirnos. No daré pormenores del viaje, dado que me pasé la mitad del tiempo con ganas de vomitar, y la otra mitad vomitando. Desembarcamos en Nueva Delhi, lo cual fué harto dificultoso puesto que Delhi se halla a 1400 kilómetros del mar. Una vez allí, contratamos un cardumen de elefantes para llevar la carga, por lo cual los sherpas iban felices y cantando canciones budistas todo el rato, lo cual me ponía de los nervios. Finalmente llegamos a las estribaciones del Himalaya (yo sí puedo pronunciar la H), y allí el bueno de Pearse se llevó la decepción de su vida. Un lugareño le indicó amablemente que el Himalaya no es una montaña, sino que eran todas las montañas que veía. Pearse montó en cólera y dijo que unos indios de mierda no le iban a tomar el pelo a él, por lo que renunciaba ipso facto a la expedición. Despidió a los sherpas, que estuvieron a punto de asesinarlo (no lo hicieron sólo por la visión de mi fusil Weatherby Magnum calibre 367), y nos volvimos a Delhi con los elefantes. Luego de otro viaje infernal (ya no tenía ganas de vomitar, vomitaba directamente), pisé las costas de mi amada Irlanda. En Dublín me despedí con un efusivo abrazo de mi buen amigo Pearse, deseándole de todo corazón que se fuera a la puta madre que lo parió. Volví por un tiempo a Limerick, mientras él se dedicaba a preparar la insurrección contra los ingleses que finalmente le costaría la vida. Luego de un descanso emprendí una nueva aventura, pero esa, amiguit@s míos, es otra historia.