Las esquivas sombras comienzan a pasar por la entrada de mi cueva indicándome que ya puedo salir al exterior, y lo hago. Hay que comer.
Los fuertes y retorcidos árboles que ocultan mi hogar de miradas peligrosas aún no se han adaptado del todo a este crudo invierno y muchas de sus ramas están secas, pero algunas pocas aún conservan un frondoso follaje, lo suficiente para proporcionarme intimidad en mi refugio nocturno.
Olfateo el aire, ningún peligro en las cercanías. Desde que aquel tigre casi me arranca la columna de un zarpazo me he vuelto muy cauteloso. Es el precio a pagar por no seguir las enseñanzas de mi maestro, aquel que posiblemente fuera mi padre y que encontró su final en el mortal abrazo de un gigantesco oso. Mis esfuerzos en aquel entonces para evitarlo, clavándole todas las lanzas de las que disponía desde la segura altura donde me encontraba, sólo consiguieron proporcionarme el excelente abrigo que desde entonces me protege del frío, mas no conservar la vida de la única compañía humana que había conocido. Su cuerpo desgarrado no pudo resistir mucho y falleció minutos después de que aquel que le dio muerte exhalara su último aliento.
Entre sus últimos estertores no hubo espacio para las palabras, sólo para una mirada triste y humedecida en mi dirección.
Me sorprende mi nostalgia, ¿cuánto hacía de aquella terrible mañana? Tengo conciencia del pasado, pero no forma de medir el tiempo. Sólo se que mi cuerpo creció, y desde entonces pasé de convertirme en un pequeño y desgarbado chico que casi no llegaba a la altura del lomo de un caballo a un fuerte joven que no tenía que alzar mucho la vista para mirar a los ojos de un oso puesto en pie.
Ya está bien de recuerdos. Encorvo mi cuerpo y comienzo a caminar a paso ligero, escuchando los ruidos que la Naturaleza produce a mi alrededor, buscando presas para cazar... y enemigos de los que alejarse. Cara Cortada, el viejo tigre que tiene un particular interés en mí, no debe andar demasiado lejos.
Evito acercarme demasiado al río, las pequeñas cascadas cercanas son parte del territorio de caza del Gran Macho, el oso que ocupó el territorio de aquel cuya piel protege ahora mi cuerpo. No quiero enfrentarme a él, los beneficios de su posible muerte son demasiado escasos comparados con los riesgos de la batalla.
Continúo bajando por el valle moribundo. Mientras pasa el tiempo observo que la vegetación es menos densa de lo que era antaño, a las plantas les cuesta sobrevivir en ese horrible frío que no deja de azotarlas, pese a que luchan con ferocidad por su supervivencia. Bueno, como todos los habitantes de ese valle. Por suerte mis presas no necesitan gran cantidad de comida para sobrevivir y son lo suficientemente abundantes para permitirme sobrevivir a mí.
Voy revisando las trampas y aunque la mayoría están vacías unas pocas albergan la muerte de algunos pequeños animales. Dos conejos, un zorro... hoy es un buen día.
Con el alimento ya en la bolsa que cuelga de mi hombro inspiro el gélido aire, pero sólo me llega el olor de los restos del reno que días atrás devoró Cara Cortada. Mi maestro me enseñó a no comer esas presas de otros, los humanos podemos cometer el error de comer la carne muerta cuando ya es peligrosa, nuestro olfato no es tan bueno como el del resto de los animales.
Pero hay una cosa que no me gusta de las enseñanzas de mi maestro, y aunque sé que el equivocado soy yo siempre la desoigo. “No quieras salir del valle, el cazador se convierte en presa cuando sale de su territorio”.
Llego al final del valle que puedo llamar mi hogar y me introduzco con sumo cuidado en la cueva que muchas veces utilizo para comer. La entrada es tan angosta que ninguno de mis enemigos la puede cruzar, lo cual es sumamente tranquilizante cuando tienes que hacer fuego para comer la carne en condiciones. Además, es lo suficientemente amplia una vez dentro como para que el humo no ciegue mis ojos. Sería el hogar perfecto si no fuera porque el aire gélido encuentra la forma de entrar y congelar a quien se le ocurra dormir en ella.
Cargado de la energía que los dos pequeños conejos me han cedido a través de su carne, y conservando al zorro para más tarde inspecciono desde el interior la salida de mi refugio temporal y salgo nuevamente al hostil exterior.
El cielo gris cargado como siempre de oscuras y grises nubes me recibe con una lluvia ligera, por lo que empiezo a caminar con presteza para que no se me entumezcan los músculos. Llevo la dirección que tantas veces he seguido, por un camino que pese a que ya no es mi territorio, empiezo a conocer como si lo fuese.
Llego a la zona pedregosa que me indica que ya no queda demasiado. Las inconfundibles piedras negras no son buenas para caminar sobre ellas, pero señalan mi camino como si de un fuego ardiente se tratase.
Y tras un buen trecho caminando sobre la hierba que bordea e intenta asaltar las piedras negras veo por fin mi destino que se vislumbra tras la única arboleda de la zona que sobrevive fuerte y vigorosa, esos extraños árboles con púas en vez de hojas que soportan el eterno frío cual si de él se alimentasen.
Pese a su espesura mi destino es inconfundible, una forma cuadrada ajena a la siempre sinuosa Naturaleza, que brilla con un fuego propio, inmutable y eterno.
Pasada la arboleda me subo a mi “Peñasco Mirador” y desde él observo el gran objeto cuadrado y todo lo que se encuentra tras él.
Una de las enseñanzas de mi maestro fue algo que él llamaba “escritura”, formada por dibujos que plasmaban las ideas llamados “letras”. Y esas “letras”, echas de un fuego que iluminaba pero no quemaba, llenaban el gran cuadrado con unas simples frases, las cuales no daban idea de su autor, pero cuyo terrorífico mensaje quedaba plasmado por la fantasmal ruina y destrucción de las colosales estructuras de metal y cristal que tras él llegaban hasta el horizonte.
“Feliz 2.800 ab Urbe condita, primer y último año de la Europa libre de superstición. Bienvenidos al Invierno Nuclear y al fin de la Civilización”