La vida es rara, de veras. Después de mi experiencia tibetana, cualquiera pensaría que iba a aborrecer al Asia. Pues no. Un día, estaba cenando en la espléndida mansión del embajador de Karputala en Roma, cuando un japonés (después supe que era japonés, en aquel momento podía haber sido birmano, chino, coreano, thai o dios sabe qué) se me acercó y me hizo una reverencia. Casi me entra la risa, porque un japonés de smoking es algo así como un escandinavo vestido de massai, pero me contuve e hice a mi vez una reverencia, con tan mala fortuna que él estaba realizando otra, y nos dimos un tremendo cabezazo. Rompimos a reír, mientras las lágrimas corrían por nuestra cara, y él, en un inglés macarrónico (yo tengo acento de Beal Na Blath, un sitio precioso a medio camino entre Corcaigh y Bandon) me dijo que quería hablar a solas conmigo. La cosa no me gustaba (no tenía idea de las costumbres sexuales del Japón, pero entre los Hamamundu eso de “hablar a solas” tiene un significado harto peligroso), pero como sentía en la cintura el tranquilizador peso de mi Browning 9 mm., acepté. Me llevó a un saloncito vacío, y me propuso un trabajo. Serviría como consejero militar del Shôgun de Kamimura, llamado Takumi No Kami*, lo cual sería algo así como “esplendor del loto celestial”. Digo que “sería algo así”, no que lo sea, porque mis conocimientos de japonés tienden a cero. Mi misión consistiría en entrenar las tropas de Takumi en el arte de usar armas de fuego. La idea me fascinó... elevar a los japos desde la barbarie de la espada al rugir maravilloso de una ametralladora Gatling... conocer bellas mujeres de ojos rasgados (además quería comprobar si cierta cosa la tienen también en posición horizontal como se decía en aquella época por Europa. Ustedes ya me entienden), robar algún Buda de oro (mi amigo Petersen había intentado asesinarme cuando salí del Tíbet con las manos vacías)...en fin, gozar de una civilización preciosa, y llenarme de pasta, que buena falta me hacía, pues las últimas liras que tenía las había gastado en el título nobiliario falso que me permitió entrar en la fiesta. Para cuando trajeron los Ferrero Rocheau, la suerte estaba echada. Más me hubiera valido que siguiera echada, y que no se hubiera levantado, pero no precipitemos los acontecimientos. Seguí con mi nuevo amigo (se llamaba Taïsen Deshimaru Roshi**, pero no sé que quiere decir porque entre el sake y el cognac ya no recordaba ni mi nombre), pero no sé hasta cuando, ya que desperté en un lujoso hotel desconocido, con una espantosa resaca. Luego de tomar un buen café y vomitar durante cerca de una hora, fuí perdiendo el tono amarillento-verdoso, y me sentí mucho mejor. Bajé al bar, y allí estaba Taïsen con un flacucho bajito. Me lo presentó como Hamamoto, y me dijo que era su guardaespaldas. Casi me río creyendo que era una broma, pero me aclaró que era un ninja, una especie de superguerrero que podía matarte hasta con la mirada. No me creí una palabra, pero mantuve el tipo. Taïsen me dijo que esa noche zarpábamos en el “Principessa Corleone” rumbo a Tokio. Empecé a tomarme más en serio a Hamamoto al ver el impecable trabajo que hizo revisando nuestro camino antes que pasáramos. Lo de andar por el techo cabeza abajo como una mosca me impresionó de veras. Podría abusar de vuestra amable paciencia contándoos las peripecias del viaje, la travesía de Suez, mis vómitos continuos en el océano Índico, el incidente que tuvo Hamamoto con un fornido marino noruego borracho, que le tomó el pelo llamándolo “enano amarillo”, y al que se necesitaron cinco hombres para recolocar todos sus miembros en una posición aproximadamente parecida a la de un cuerpo humano...pero no lo haré. Baste saber que acabé con las reservas del bar, y pasé los últimos dos días casi en la abstinencia, bebiendo sólo agua de colonia. Al fin desembarcamos. Japón es muy bello, todo pequeñito, y sobre todo muy japonés. Quiero decir que la idea que uno tiene de Japón es que es todo es así como japonés, y esa es exactamente la sensación que yo tenía. No sé si me explico. Además, la impresión se reforzaba porque todo el mundo, hasta los niños, hablaban japonés. Gente inteligente, pensé, hablar un idioma tan raro desde pequeños. Tras diez días de cabalgata entre montañas, llegamos al Daimio de Takumi No Kami. Una colección de casa de madera y papel en un valle verde y frío, que no me recordó para nada a California, pongamos por caso. He dicho “casas de papel”, y vosotros ahí, como si nada. ¡No es coña, las casas eran de papel!. No fué precisamente tranquilizador saber que las hacen así para que no te aplasten durante uno de los frecuentes terremotos. Pero en fin, después de unos tragos de sake, me daba lo mismo un terremoto que un tifón. La orden de Takumi era verme de inmediato. Taïsen amablemente me informó que, dado que era extranjero, se me dispensaba de los rigores del protocolo. Esto me tranquilizó, sobre todo cuando agregó que para ellos, el más mínimo error significaba la inmediata decapitación. Me llevaron a un austero y enorme salón de madera, muy zen. Sólo había unos kakemonos colgados, unas banderolas una estatuilla de Buda que inmediatamente atrajo mi atención (era de madera, joder) y el trono del mismísimo Shôgun Takumi No Kami. A su lado había un anciano vestido con un kimono multicolor, y dos esmirriados. Pensé que serían ninjas, pero no, eran sólo dos sirvientes delgaduchos (parece que no hay gordos en Japón). La conversación siguiente fué harto dificultosa, trufada de reverencias y fórmulas de cortesía, pero al fin logré enterarme del plan. Takumi quería barrer del mapa a otro Shôgun rival, que era anticuado y seguía usando armas antiguas, resistiéndose a aceptar la civilización y el progreso que representan las armas de fuego. Para ello contaba con infantería, cuatrocientos fusiles Lee-Enfield 303 y sobre todo, veinticuatro piezas de artillería inglesas. Pan comido, le dije. Déme quince días y podrá usted conquistar el mismísimo Trono del Crisantemo. Takumi se quedó mirándome sonriente...en aquel momento, uno de los sirvientes tropezó y cayó con la tetera cuan largo era sobre una esterilla. El Shôgun rompió a reír, batió palmas, y dos guerreros se llevaron fuera al sirviente. No sé reproducir muy bien los sonidos, pero sólo se oyó algo así como ¡ziiiiiiiing! ¡augh! ¡cataplúm!. Dios sabe que habría pasado, mientras tanto, takumi, Taïsen y yo, en alegre camaradería, tomábamos sake, ya que el té se había derramado por completo.
Al día siguiente, comenzó mi trabajo en serio. Takumi me pagó, y envié el dinero a una cuenta que tengo en Suiza para mis escasos ahorros. Luego, puse manos a la obra. No voy a aburriros con detalles técnicos, sólo diré que en unos días esa tropa de bárbaros analfabetos disparaba mejor que el séptimo de caballería. Con los cañones fué otro cantar, ya que no había muchas balas ni metralla y sólo pudimos hacer un par de disparos de prueba (durante el segundo disparo, un búfalo se espantó y nos atacó, pero Hamamoto lo mató de una patada en el cuello. Este tío me ponía cada vez más nervioso). Al fin, llegó el día crucial. El ejército enemigo era imponente, con sus armaduras de laca resplandecientes al sol y sus gallardetes multicolores. Los nuestros eran más zaparrastrosos, pero los fusiles estaban guapísimos. Apenas el general enemigo dió la orden de avance, supe que la victoria era nuestra. Había optado por un ataque banzai, es decir correr de frente hacia nosotros gritando como gilipollas. Hice avanzar a los míos doscientos metros, y ponerse en posición de disparo. Grité a los artilleros que elevaran la puntería a setecientos metros y que efectuaran diez salvas ininterrumpidas de bombas y metralla pesada. Fué todo un espectáculo, ver como la tierra explotaba en enormes humaredas y los cuerpos salían volando en pedazos. El fin de una era. Concretamente, de mi era en Japón. Los amarillos no tenían ni la más remota idea del sistema métrico decimal, y para ellos, decirles “apuntad a setecientos metros” significaba tanto como si les hubiera ordenado que tradujeran del latín los escritos de Séneca. El ejército que voló en pedazos fué el de Takumi No Kami. Antes que nadie pudiera reaccionar, le metí un culatazo a Hamamoto, por las dudas, monté mi brioso corcel y partí al galope. No paré hasta Tokio, donde me enrolé como marino en un barco que zarpaba en un par de horas hacia Europa (naturalmente, había enviado mi dinero a Suiza, y estaba sin un duro). Así terminó mi gloriosa campaña en el Japón, pero al fin tenía pasta para emprender otra aventura...el sueño de mi vida.
*Takumi No Kami es un poersonaje del cuento de Borges “El incivil maestro de ceremonias Kotsukè No Sukè”, de la “Historia Universal de la infamia”.
**Taïsen Deshimaru Roshi fué un maestro budista Zen que residió muchos años en Europa.
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