Discurso contra las declaraciones del Papa por comparar ateísmo con nazismo

Por Richard Dawkins

Me indigné igual que cualquier otra persona con las palabras pronunciadas por el Papa apenas aterrizó en Edinburgo, culpando a los ateos de las atrocidades de Hitler y otras en el siglo XX. Pero luego me sentí mejor, pues me pareció que, de alguna forma, lo habíamos hecho tambalear tanto que se estaba viendo forzado a cometer la ignominia de atacarnos para distraer la atención de los verdaderos crímenes que se cometen en el nombre de la iglesia católica. Tan sólo puedo imaginarme las discusiones en los corredores del Vaticano «¿Cómo los vamos a distraer de los abusos sexuales a niños?» Y vino la respuesta: «¿Por qué no atacamos a los seculares, por qué no atacamos a los ateos? ¿Por qué no los culpamos por Hitler?»

Hitler, Adolf Hitler era católico. Fue bautizado, nunca renunció a su bautismo. El número de cinco millones de católicos británicos aparentemente viene del número de bautizados. Y no me lo creo, ni una palabra, no creo que haya cinco o seis millones de católicos. Quizás cinco millones que hayan sido bautizados. Pero si la iglesia quiere contarlos como católicos, entonces tiene que contar a Hitler como católico. Como mínimo, Hitler creía en una providencia personificada, varias veces habló de ella, y es, presumiblemente, la misma providencia que fue invocada por el arzobispo de Munich en 1939 cuando Hitler escapó de un intento de asesinato, y el cardenal ordenó un Te Deum especial en la catedral de Munich, y cito: «para agradecer a la divina providencia, en el nombre de la archidiócesis, por la afortunada salvación del Führer».

Voy a leer un discurso, dado en Munich, el corazón de la Baviera católica en 1922, y les dejo que adivinen quién lo dio: «Mi sentimiento como cristiano me señala a mi Señor y salvador, como un luchador. Me señala al hombre que una vez en soledad, rodeado por unos cuantos seguidores, reconoció a estos judíos por lo que eran y convocó a muchos para luchar contra ellos y quien, por Dios, fue el más grande, no como alguien que sufría, sino como un luchador. En mi amor sin límites como cristiano y como hombre, he leído los pasajes que nos narran como el Señor al final se dirigió con todo su poder y empuñó el látigo para echar del Templo a ese grupo de víboras y estafadores. ¡Cuán grande fue su pelea por el mundo en contra del veneno judío! Hoy, 2000 años después, con intensa emoción reconozco más profundamente que nunca el hecho de por qué tuvo que se él quien derramara su sangre en la cruz.»

Este fue uno de tantos discursos de Adolf Hitler, además de pasajes en Mein Kampf, donde Adolf Hitler invocaba su propio cristianismo católico. No es de extrañar que recibiera tan cálido apoyo por parte de la iglesia católica en Alemania. Incluso si Hitler hubiese sido un ateo, como Stalin es seguro que era, ¿Cómo se atreve Ratzinger a sugerir que el ateísmo tiene alguna conexión con sus horribles acciones?

Al margen de la falta de creencia de Hitler y Stalin en duendes y unicornios, más allá de si tienen un bigote, como Franco o Sadam Hussein, no hay ninguna relación lógica entre su ateísmo y su maldad.

A menos, claro, que estés sumergido en la vil obscenidad en el corazón de la teología católica. Me refiero a la doctrina del pecado original. Esta gente cree, y así se lo enseñan a niños pequeños, al mismo tiempo que les enseñan el terrorífico concepto del infierno, que todo bebé nace en pecado. Este es el pecado de Adán, por cierto, Adán, del que ellos mismos admiten ahora que nunca existió. El pecado original significa que desde el momento que nacemos somos malvados, corruptos, maldecidos, a menos que creamos en su Dios, o a menos que caigamos en la trampa del premio del cielo o el castigo del infierno. Eso, señoras y señores, es la despreciable teoría que los lleva a asumir que fue la falta de creencia lo que hizo de Hitler y Stalin los monstruos que fueron. Todos somos monstruos a menos que Jesús nos salve. Qué asquerosa, depravada e inhumana teoría como para basar tu vida en ella.

Joseph Ratzinger es un enemigo de la humanidad.

  • Es un enemigo de los niños cuyos cuerpos ha permitido que sean violados y sus mentes dañadas por sentimientos de culpabilidad. Está vergonzosamente claro que la iglesia está menos preocupada por salvar los cuerpos de los niños de los violadores, que por salvar las almas de los sacerdotes del infierno. Y más preocupada por la reputación a largo plazo de la iglesia misma.
  • Es un enemigo de los homosexuales, dirigiendo hacia ellos el mismo tipo de intolerancia que su iglesia usaba en contra de los judíos antes de 1962 (*).
  • Es un enemigo de las mujeres al no permitirles el sacerdocio, como si un pene fuese una herramienta esencial para las tareas pastorales.
  • Es un enemigo de la verdad, promoviendo mentiras como que los condones no protegen contra el SIDA, especialmente en áfrica.
  • Es un enemigo de la gente más pobre de la Tierra, condenándolos a tener familias numerosas que no pueden sostener, y, de esa forma, mantenerlos bajo el yugo de la pobreza perpetua. Una pobreza que mira de lejos la obscena riqueza del Vaticano.
  • Es un enemigo de la ciencia, obstruyendo investigaciones vitales sobre células madre arguyendo, no con moral, sino con supersticiones pre-científicas.
  • Ratzinger es hasta un enemigo de la propia iglesia de la Reina, faltándo el respeto arrogantemente a las ordenaciones anglicanas como, cito: «Absolutamente nulas y totalmente sin valor» mientras que al mismo tiempo está tratando de reclutar vicarios anglicanos para cubrir su patético descenso en ordenaciones sacerdotales.
  • Finalmente, quizás la preocupación más importante para mí, Ratzinger es un enemigo de la educación. Mas allá del daño psicológico de por vida causado por el miedo y culpa que ha hecho de la educación católica algo infame alrededor del mundo, él y su iglesia han impuesto la perniciosa doctrina educativa de que la evidencia es una base que merece menos confianza para la convicción que la fe, la tradición, la revelación y la autoridad. Su autoridad.

(*) Se refiere al concilio Vaticano II en el que se eliminó el antisemitismo que había sido parte integrante del pensamiento católico hasta entonces.